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IX
Los fotógrafos se disputaban la pose más sádica que un hombre enteco y alto ponía, como si la imagen fuera a obtener un repertorio de muecas diabólicas.
Varguitas, el médico venido a homicida, se remitió a ladear la cabeza y emitir ruidillos poco audibles, sobre todo porque el licenciado Rodríguez usaba el micrófono -con la intención de magnificar la conferencia- para agigantar su voz de solemne servidor público responsable, aunque de pronto daba la impresión que conducía un desfile de modas, pues de vez en cuando afeminaba su discurso e insistía en la calidad moral del individuo y las fachas que llevaba puestas.
Los reporteros se limitaban a denostar a Varguitas con un adjetivo poco periodístico: pocosgüevos. Cuando presentaron a Nadia el silencio fue profundo, como extraído de un velorio, la vieron indefensa y algo fuera de sí, mencionaba con euforia que estaba en disposición de purgar su culpa, lo cual contrastaba en absoluto con las primeras versiones de la sospechosa. Uno de los cronistas se encargó de preguntarle, ¿por qué simulaba tan bien los pensamientos malignos que poseía?
Las interrogantes se fueron acumulando delante del rostro de la señora Polkon mientras el licenciado Rodríguez veía con estupor que la detenida puso una cara de proporciones beatíficas; una dulzura inusual salió por la boca de la acusada, frases sueltas que fueron adquiriendo coherencia en la medida en que subía el volumen de su perorata:
—Ayer vino un espíritu a decirme que nuestro hijo está condenado a vivir entre la vida y la muerte porque se suicidó, también entonó una melodía.
Nadia fue clara, breve y fulminante. Su rostro, gracias al flash de las cámaras réflex, parecía rodeado por una aureola. Rodríguez enmudeció. Los reporteros anotaron las palabras que habían escuchado, no dudaron en considerar la declaración como un lingote de oro para los titulares de sus periódicos, aunque uno de ellos se acercó más de lo permitido, con la intención de ganar la exclusiva.
—¿Puede comprobar lo que me dijo?
—Sí, en mi celda.
El reportero había registrado la respuesta en su grabadora. No pudo hacer más preguntas porque un policía había jalado con violencia a Nadia.
Varguitas advirtió que todos iban a irse al infierno y mostró su brazo quemado, aunque durante poco tiempo ya que los guardias lo tranquilizaron a punta de culatazos. Rodríguez dio por terminada la conferencia (...)
Federico Vite, Fisuras en el continente literario, Conaculta, Fondo Editorial Tierra Adentro, núm 321, 2006, págs 54-55
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