Gerardo Piña: La Última Partida


"[...] MIENTRAS EL PROTAGONISTA HUYE DE SÍ MISMO, DESCUBRE LAS MÁS OSCURAS REGIONES DEL SER HUMANO."


[...]

¿Qué ocurrió después? Después se hizo un silencio absoluto. Quienes estaban más cerca del hombre no le quitaron los ojos de encima hasta que se perdió al fondo del acantilado. Su caída duró muy poco pero siempre he recordado ese momento como un blanco y un vacío. Siempre he pensado que en ese tiempo el silencio se extendió hasta el interior de los que estaban allí. Se instaló en forma de vacío en el presente de todos, una especie de abstracción donde todos podían verse fuera de sí, envueltos en una continuidad blanca. En un lapso brevísimo experimentaron un miedo de años, un miedo equivalente a todos los días de su vida. Observaron cómo se volvía a poblar ese espacio en blanco frente a ellos como si todo fuera nuevo, instantáneo. El mundo se había transformado de forma apenas aparente. Fue como si todo lo que nos rodeaba hubiera ensayado tantas combinaciones posibles de reacomodo que las cosas acabaron por volver adonde estaban. Los árboles, las piedras, las personas fueron recobrando su corporeidad y significado a través de la lentitud del miedo. Ese espacio, nuevo y el mismo, sólo cobró movilidad cuando un ruido se hizo igualmente perceptible para todos. Una serie de resoplidos vagos y profundos se escuchó atrás.
Al principio muchos no vieron al rinoceronte. Es decir, notaron que pastaba muy cerca de nosotros pero no lo hacía de modo que resultaba natural no haber reparado en su presencia. Les parecía que lo mismo podría haber llevado allí una hora que toda una semana. Es el animal más hermoso que he tenido frente a mí, acota Malthus con el único viso de emoción hasta ahora.
Parecía un monolito dos veces imponente —por su tamaño, por lo súbito de su presencia—. Visto de cerca, ese rinoceronte negro parecía un séquito de rinocerontes. Nos observaba aunque su atención parecía estar en otro lado. La gente no dejaba de mirarlo. Nadie se atrevió a proferir palabra ni expresión alguna, quizá para no llamar su atención.
En breve, el animal comenzó a rascar el piso con una pata. La tensión entre todos fue palpable pero efímera. Cuando alcanzó el máximo de su velocidad, su cuerno pareció un estandarte blanco anunciando la noche. La herrumbre de su fuerza al momento de impactar los primeros cuerpos resonó como el inicio de una batalla. El miedo y la pesadez del silencio se disolvieron en confusión. La gente tropezaba al huir. Los defensores de los animales, prácticamente los únicos que deambulaban por la ciudad, se dispersaron por la plaza, por el parque y el camino que conduce al lago. Ninguno llegó muy lejos. Ninguno encontró refugio en alguna de las casas próximas a la plaza.
Como si ejecutaran una estrategia preconcebida, otros animales nos aguardaban con la misma calma. Al norte, sobre el camino que conduce al lago, se hallaba una manada de lobos echados en el piso —se desperezaban olisqueando alternadamente el pasto y el aire—. A lo lejos se distinguía la silueta de unos elefantes que emprendían ansiosos lo que parecía una marcha de regreso. El sureste de la plaza estaba ocupado por cebras, jirafas y los gritos de los monos. En las copas de los árboles se percibían los columpios de sus trayectorias aunque no podíamos verlos. Detrás de un brezal, por el último reducto que creíamos estaría libre, se adivinaba una cortina de rayas negras sobre un fondo amarillo que acechaba.
[…]

Gerardo Piña, La última partida, Tusquets, colección Andanzas, Ciudad de México, 2008, págs 99-100

"Ofrece Gerardo Piña una reflexión sobre la violencia humana"

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