"[...] LA VIOLENCIA DE NUESTRAS SOCIEDADES ENSOMBRECE NUESTRA VIDA AMOROSA"
Leer contraportada
II
Eso aún no sucede.
Quince años son toda la diferencia pero equivalen a la extranjería, a haber nacido en países diferentes. Denisse no tiene ningún recuerdo de la Junta ni de los milicos, son recuerdos de la vieja, de la que dejó en Buenos Aires hace poco más de dos años. No esta es que no haya leído al respecto ni que ignore lo que significaba un Falcon color verde. No, simplemente son lejanos: como mirar la foto de la vieja cuando tenía tu edad y darte cuenta de que sí, de que algún día ella tuvo tu edad y aún no existías.
La intuición de que el mundo comenzó con una misma.
En cambio para Georgina eso es claro, cercano, el tío rojo, el único entre tantos hermanos favorables a la Junta, quien desapareció un día y del que meses después llegó una carta diciendo que estaba en México. Y luego nada, más nada. Sólo la rabia que fue creciendo con la adolescencia, hacia todo, hacia sí misma: por su familia o porque fue una de tantas chicas que apoyó a la patria contra los ingleses, sin darse cuenta de que apoyaba a los mismos cerdos que desaparecieron a su tío. Hasta que se convirtió en desencanto, en hartazgo, como si hubiera que contar cada hora de los últimos años, una a una y en todas estuviera el viaje a Paraguay: ella no salió a gritar que se vayan todos.
—Deni, ¿querés venir un momento? —ahí viene el reclamo, la discusión de todas las mañanas.
Denisse deja el escaparate y atraviesa la tienda haciendo girar el trapo alrededor de uno de sus dedos, con flojera. Intuye que la obsesión por el orden que tiene la patrona es sólo una parte visible de su inseguridad, pero no por eso la tolera.
—¿Cuántos pulóvers teníamos ayer? —pregunta Georgina y a Denisse se le figura que le preguntan cuántas ovejas hay en la pampa, ésas que ve cuando compra una botella y renta un auto para internarse en el Oriente, para estar sola a mitad de la nada, entre el viento.
Está a punto de responder con algún sarcasmo cuando mira en los ojos de Georgina un atisbo de tristeza, de mujer que no es patrona, de soledad.
—¿Cuántos, querida? —el tono es otro, no el de ayer ni el de meses, es otro. Por alguna suerte ahora sí quisiera complacerla, decirle “había tantos”, pero no lo sabe y se queda muda. Sonriendo sin tener conciencia de que lo hace.
En eso suena la campanita de la puerta, indica que alguien ha entrado y se vuelve a mirar a una pareja de turistas. Ella en ropa deportiva, él también.
—Andá, ya me lo decís luego —indica y extiende su mano para recibir el trapo. Denisse se lo da y se encamina a la pareja, los mide: son de esa gente rara que siempre se levanta temprano, incluso en vacaciones; serán ecologistas, ella podría ser vegetariana.
Costarricenses, eso dicen. Denisse atina: compran un par de buzos que tienen dibujada la silueta de cinco árboles endémicos y la leyenda “Para conservarlas mañana, hay que conocerlas hoy”. Pagan. Ceorgina no puede evitar preguntarles si los precios en la Argentina son más baratos que en su país.
—Casi es lo mismo —responde la mujer y Georgina sonríe. No sabe, como Denisse, que la respuesta es fabricada, que después de unos días cualquiera se da cuenta de qué quieren oír los australes, los que se creían del club primermundista.
[...]
Quince años son toda la diferencia pero equivalen a la extranjería, a haber nacido en países diferentes. Denisse no tiene ningún recuerdo de la Junta ni de los milicos, son recuerdos de la vieja, de la que dejó en Buenos Aires hace poco más de dos años. No esta es que no haya leído al respecto ni que ignore lo que significaba un Falcon color verde. No, simplemente son lejanos: como mirar la foto de la vieja cuando tenía tu edad y darte cuenta de que sí, de que algún día ella tuvo tu edad y aún no existías.
La intuición de que el mundo comenzó con una misma.
En cambio para Georgina eso es claro, cercano, el tío rojo, el único entre tantos hermanos favorables a la Junta, quien desapareció un día y del que meses después llegó una carta diciendo que estaba en México. Y luego nada, más nada. Sólo la rabia que fue creciendo con la adolescencia, hacia todo, hacia sí misma: por su familia o porque fue una de tantas chicas que apoyó a la patria contra los ingleses, sin darse cuenta de que apoyaba a los mismos cerdos que desaparecieron a su tío. Hasta que se convirtió en desencanto, en hartazgo, como si hubiera que contar cada hora de los últimos años, una a una y en todas estuviera el viaje a Paraguay: ella no salió a gritar que se vayan todos.
—Deni, ¿querés venir un momento? —ahí viene el reclamo, la discusión de todas las mañanas.
Denisse deja el escaparate y atraviesa la tienda haciendo girar el trapo alrededor de uno de sus dedos, con flojera. Intuye que la obsesión por el orden que tiene la patrona es sólo una parte visible de su inseguridad, pero no por eso la tolera.
—¿Cuántos pulóvers teníamos ayer? —pregunta Georgina y a Denisse se le figura que le preguntan cuántas ovejas hay en la pampa, ésas que ve cuando compra una botella y renta un auto para internarse en el Oriente, para estar sola a mitad de la nada, entre el viento.
Está a punto de responder con algún sarcasmo cuando mira en los ojos de Georgina un atisbo de tristeza, de mujer que no es patrona, de soledad.
—¿Cuántos, querida? —el tono es otro, no el de ayer ni el de meses, es otro. Por alguna suerte ahora sí quisiera complacerla, decirle “había tantos”, pero no lo sabe y se queda muda. Sonriendo sin tener conciencia de que lo hace.
En eso suena la campanita de la puerta, indica que alguien ha entrado y se vuelve a mirar a una pareja de turistas. Ella en ropa deportiva, él también.
—Andá, ya me lo decís luego —indica y extiende su mano para recibir el trapo. Denisse se lo da y se encamina a la pareja, los mide: son de esa gente rara que siempre se levanta temprano, incluso en vacaciones; serán ecologistas, ella podría ser vegetariana.
Costarricenses, eso dicen. Denisse atina: compran un par de buzos que tienen dibujada la silueta de cinco árboles endémicos y la leyenda “Para conservarlas mañana, hay que conocerlas hoy”. Pagan. Ceorgina no puede evitar preguntarles si los precios en la Argentina son más baratos que en su país.
—Casi es lo mismo —responde la mujer y Georgina sonríe. No sabe, como Denisse, que la respuesta es fabricada, que después de unos días cualquiera se da cuenta de qué quieren oír los australes, los que se creían del club primermundista.
[...]
Luis Felipe G. Lomelí, “El cielo de Neuquén” (Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés), en Ella sigue de viaje, Tusquets, Colección Andanzas, 2005, págs 83-84
Leer este cuento, completo, en Ficticia
No hay comentarios:
Publicar un comentario