Luis Felipe G. Lomelí: Todos Santos de California


"[...] HISTORIAS CIFRADAS CON PRECISIÓN"

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Mar Bermejo

Como pudo llegó a la playa. Mentando madres a todo y con todo, con el cañón de la pistola entre los dientes. Hasta a las botas sacajícamas les tocó, por no dejarlo nadar a gusto en la penumbra sin luna. Fue lo primero que se le ocurrió salvar: la pistola, la herramienta más preciada, la prenda que le quitaba el frío. Dudó entre dejarla sobre la camisa extendida o contra la arena. Pero como ya se le había mojado, como no pudo evitarlo entre la sorpresa del chapuzón que le hizo perder la texana y las botas que lo hundían de tanto en tanto, la dejó desarmada sobre la tela a cuadros, para no tener la monserga de quitarle las piedritas ya que
saliera el sol. Terminó de encuerarse dando patadas al vacío, culpando a lo que fuera por la desgracia, hasta a sí mismo; pero esto por lo bajo, como con una vocecilla que se escurre raspando la garganta, sin atrever a nombrarse de forma sonora mientras la brisa le refrescaba de más el cuerpo y le ponía el pellejo de pollo desplumado.
Y esperar.
En unas horas el océano sería tintero de sangre para el sol. Entonces sí ver qué había quedado de la panga, del motor, y tal vez a flote contra una piedra la texana, o los paquetes de mota. Fantasías, pensó, y mejor se puso a dilucidar dónde carajos estaba. Había salido de Sinaloa ya noche, con la obscuridad ideal para evadir —así bien fuera flotando de muertito— algún barco perdido de la Naval Mexicana.
Luego en línea recta para alcanzar lo más rápido la costa, después hacia el norte, todo a ojo de experiencia: sin brújula ni demás aparatos que él suponía para maricones con miedo al agua. Antes del percance ya había virado hacia el “arriba” de los mapas. Calculó el tiempo, ubicó lo ubicable: la isla Del Carmen, Loreto, isla Coronado, Debía de estar en algún sitio entre San Juan Bautista Londó y San Nicolás, o a lo mejor más allá, pero de preferencia no porque si estaba en el brazo de la bahía Concepción entonces significaba que la carretera yacía aún más lejos. O a ver, ¿qué tal si estás por punta Chivato? ¿Pasaste Mulegé? Devaneo de neuronas recordando lo fácil que es perderse cuando todo se ve igual —allá de niño, en Santa Rosalía: la ocasión en que los chamacos que se burlaban de él, por güero y pecoso, lo agarraron en montón para meterlo en un saco y tirarlo tras un cerro. Estaba sentado en alguna parte del ducto que llevaba material a la fundidora, con la resortera dispuesta a tirarle a cualquier animal: arriba de un gramo ya era cacería. Y le llegaron en bola. Trucho él y a sabiendas de que a casi todos ellos les había partido el hocico por lo menos una vez les increpó que como machos, que de uno por uno. Aunque lo de machos estaría por saberse, años después uno se volvió homosexual y se fue a jotear a Los Cabos, lo que sí eran aguzados. Le dijeron que cómo no y mandaron por delante a su mejor carta. Confiado en que acabaría exhausto pero vencedor el güero, el “Güero Luis” desde aquel entonces, dejó su resortera sobre un ladrillo. Sin embargo al primer descuido se le aventaron con piedras en jauría hasta no saber ni por dónde le atizaban los trancazos. Maltrecho, lo metieron en un costal y lo siguieron pateando un rato más para que dejara de insultarlos.
—Pinche güerejo desabrido, ya te traíamos ganas.
—iChingen a su madre, maricas!
—¡Cállese, cara-zurrada!
Y golpes y más golpes. Ni con hacerse el muerto asustó a los chamacos. Luego lo cargaron entre varios y anden a mover lo que a él le pareció por una eternidad. Lo bajaron
contra una garambullo.
—Ojalá y te mueras de sed!
—¡O te pique una culebra, francesito!
[...]


Luis Felipe G. Lomelí, "Mar Bermejo", en Todos santos de California, Tusquets/Conaculta, 2002, págs 83-84. Premio Nacional de Literatura San Luis Potosí

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