La noche caníbal
Huyo por los túneles, con los ojos cerrados y las manos cubriéndome los oídos. La explosión será impresionante. La tierra y las piedras que mantuvieron al pueblo con vida serán su lápida. Nadie nos verá huir, nos quedaremos aquí para siempre.
El calor sube con cada metro descendido. La humedad empieza a filtrarse por los costados del túnel, formando charcos que vuelven difícil mi carrera. La oscuridad de la mina embota la vista, sin una luz que me guíe, debo orientarme con la memoria que mi cuerpo guarda de las caminatas subterráneas en busca de los filones más ricos, cuando evitábamos las rutas agotadas y los caminos peligrosos.
De nuevo me transformo en un topo o un murciélago, una criatura ciega habitante de las profundidades.
El estruendo es pavoroso, taladra mis tímpanos, provoca derrumbes internos en la mina. Las vigas crujen, me obligan a detenerme y permanecer quieto por largo rato.
Cuando separo las manos de mi cabeza todo lleva en calma algunos instantes.
—Estas equivocado, nadie en su sano juicio diría que quiere ser minero. De muchacho uno sueña con irse a otra parte, cualquier camino que te saque de aquí es bueno.
—¿Y a ti quién te dijo que uno puede decidir lo que va a ser de su vida? El que haya sido te mintió.
—Uno hace lo que hicieron sus padres, sus abuelos y los padres de sus abuelos, nomás. Nuestros mayores describieron, como animales atados a la yunta, el camino que va del pueblo a la mina tantas veces que a nosotros no nos queda otra que seguirlo.
—Pero uno tiene deuda con esta tierra, ¿qué no? La tierra que lo vio nacer y que luego le deja a uno trabajarla para mantener a su familia...
—La tierra no olvida a nadie. Y peor cuando uno le recuerda su nombre con cada metro que le aumenta al túnel. La tierra se graba nuestros rostros para que ninguno se escape de ser cobijado por ella en la hora de la muerte.
Al mediodía, mientras calentaban el lonche en la superficie, cegados por el sol, los trabajadores más viejos contaban historias acerca de hombres que habitan las entrañas de la tierra. Ellos también excavan, pero en sentido contrario al nuestro. Quieren alcanzar la superficie. La mina era tan grande y sus brazos se ramificaban en tantas direcciones —cientos de galerías y callejones sin salida— que había quienes aseguraban que esa raza oscura ya había conectado su inframundo con el nuestro y mantenían la puerta oculta a los ojos de los hombres.
—Salen de noche por la boca de la mina. Desde la plaza del pueblo puede verse como si fuera una procesión con antorchas. Las luces flotan montaña abajo.
—Esos son los del turno de segunda que bajan por la ladera de la montaña; me lo decía mamá todos los días.
—A esa hora todos estamos cenando en nuestras casas. La mina queda desierta a las seis de la tarde. No hay turnos de segunda.
[...]
Luis Jorge Boone, La noche caníbal, Fondo de Cultura Económica, serie Letras Mexicanas, 2008, págs 48-49.
Ángela Cuartas: "El hilo de la noche"
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