"[...] UNA INVITACIÓN A INVESTIGAR LA PERTURBADORA BELLEZA DE LA MUERTE [...]"
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uno
Fue en Monterrey, durante la primavera del noventa y cinco, donde hallé a la persona a quien debía matar. Esto que escribo ahora no es una confesión -no me asaltan los cargos de conciencia-, sino la historia de cómo conocí a quien tiempo después, en una noche de tormenta, habría de ejecutar. Así de simple. Parto de una premisa: todos podemos ser asesinos siempre y cuando encontremos quién desee ser nuestra víctima. Nos pasamos la vida buscando a alguien dispuesto a agonizar en nuestras manos. Cuando lo hallamos, acabarlo es cumplir con la última fase del ritual. El riesgo -porque siempre hay un riesgo- es andar por ahí en busca de una víctima y topar con el verdugo, una persona en cuyas manos estemos dispuestos a morir.
Sé que muchos dudarán de lo que leen aquí. Yo también desconfiaba al escuchar, en ese entonces, las mismas ideas en boca del imbécil de Juan José Blackaller. Él era entonces agente del Ministerio Público, un vulgar cagatintas experto en sacar su tajada de tanto ir y venír por los laberintos de la procuración de justicia. Lo sé bien porque yo era su asistente. No es que me gustara el trabajo, pero acababa de graduarme y no eran tiempos fáciles: Salinas y Zedillo se culpaban entre sí por una crisis que parecía no tener fin; cada día se devaluaba más el peso, aumentaban los despidos, cerraban los negocios y el número de suicidios se multiplicaba. Se cumplía el primer aniversario de la muerte de Colosio y la televisión repetía las imágenes de la bala reventando la cabeza del priísta como si fuera una sandía. Otros muertos estaban aún frescos en la memoria colectiva: el cardenal Posadas Ocampo cosido a balazos en el aeropuerto de Guadalajara; Francisco Ruiz Massieu, cuñado del entonces presidente, con los ojos abiertos y cobijado por su propia sangre.
"Si quieres conocer a alguien -decía el puerco Blackaller-, fíjate en los detalles. Es allí donde se revelan las manías, los miedos, los vicios". Ahora sé que tenía razón. Todo cuenta una historia: ¿Cómo pasar por alto a una mujer que conduce un Mercedes y fuma sin filtro?
¿Cómo confiar en un médico que llena las recetas con delicada caligrafía de colegial? ¿Quién puede creer en un cura que prende el cirio con cerillos de motel? Vuelvo a la idea inicial: a veces asesino y víctima se atraen, se buscan incluso sin estar conscientes de ello. En esos casos, matar es sólo la reverencia final de una coreografía.
Si yo no podía entenderlo era porque jamás había sentido auténtica sed de asesinar. Aborrecía a mi abuela, es cierto, y a veces llegaba a imaginarla muerta con su cofia y su uniforme de enfermera, pero entre eso y convertirme en homicida había una distancia que creía insalvable. Matar es como bailar, es cierto, pero era imposible para mí comprenderlo aquella madrugada, cuando sonó el teléfono. Porque una llamada a las cuatro de la mañana es un fogonazo en una cloaca: ilumina cosas que nadie quiere ver (…)
Vicente Alfonso, Partitura para mujer muerta, Mondadori, 2007, págs 14-15.
Premio Nacional de Novela Policiaca IPAX 2007
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