Vicente Alfonso: El Síndrome de Esquilo


“[…] IDEAS, SIGNIFICADOS Y UN ALIENTO QUE PRODUCE EMOCIONES BIEN RECOMPENSADAS."

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Llegué a San Petersburgo a mediados de octubre. Desde el aeropuerto fue inevitable derrapar en una incertidumbre de prófugo del polvo emboscado en hielo. Un analfabetismo repentino me impidió descifrar los letreros que mis ojos atrapaban a través de las ventanillas del avión: un desorden de símbolos sin tiempo ni fronteras me enlodaba el alfabeto.
El plan era montar la exposición y regresar a México: dos semanas cuando mucho. Mis salidas se reducían a un solo trayecto: del museo al hotel y otra vez al museo. No me llamaba la atención hacer turismo en un lugar húmedo y viejo, radicalmente distinto a mi ciudad. Sencillamente no me acostumbraba a la luz mortecina de las calles, a la niebla de las esquinas a las seis de la mañana. Y en todo caso, era mejor caminar solo que enfrentarme a la interrogación lejana y de ojos claros que encontraba en todas partes. Parecía que nadie hubiera visto la piel de los latinos, oscura de tanto sol. Allá la carne se nos vuelve de barro cocido, áspero como las estatuillas de la muestra de arte precolombino de la que soy responsable.La orden llegó a principios de noviembre: debía quedarme a supervisar la exposición. Sentí que me condenaban al destierro en un país de gente hermética. Fue difícil aceptar que ese territorio brumoso estuviera en el mismo planeta de arbustos secos, de sol y polvo que habían erosionado treinta años de mi vida. Y, sin embargo, ahora no encuentro por dónde empezar a vivir el regreso al desierto sin ella.Vi a Katia varias veces en mis recorridos por el museo. Nunca pude acostumbrarme a su belleza dura, de sirena del Báltico. Un día la descubrí de pie en un laberinto tapizado con obras de Rembrandt. Estaba copiando con lápiz los trazos luminosos y sombríos del "Regreso del hijo pródigo". Al principio ella no me vio, inmersa en su expedición de grafito. Aproveché para disolverme ante el incendio del pelo que se despeñaba por su cuello y le besaba los hombros. Una falda gris y una blusa blanca lamían su perfil macizo, sus curvas de mujer entera. Se volvió y me dedicó una sonrisa tenue pero irrevocable. Calculé que tendría 23 años, 25 cuando más. Y sin pensarlo mucho aventuré un saludo cifrado en mi acento norteño:
—Buenas.
—Hola —respondió.
Escuchar en su voz nítida una respuesta en español fue casi tan sorprendente como el verde profundo de sus ojos.
—¿Estudias artes? —pregunté, señalé la libreta.
Sonrió.
—No —contestó—, me gusta dibujar.
Le ofrecí mi nombre con la intención de conocer el suyo. Se llamaba Ekaterina.
—Pero me dicen Katia. Vengo aquí en mañanas.
—Me he dado cuenta —confesé—. ¿Te gusta Rembrandt?
—Sí. Juega con luz, es pintor de sombras —afirmó al mismo tiempo que cerraba el cuaderno con el boceto inconcluso—. Muchos mensajes ocultos.
—¿Mensajes?—Fíjate las manos —dijo señalando la obra que teníamos enfrente—: ¿ves? Aquí padre tiene la mano de hombre y otra de mujer. Quiere decir sensibilidad y fortaleza viven juntos.
—Prefiero a "Danaë" —dije mientras caminábamos hasta el final del laberinto de Rembrandt.
[…]

Vicente Alfonso, "Sirena del Báltico"; en El síndrome de Esquilo, Ficticia / Centenario de Torreón, 2007, págs 8-9

Ignacio M. Sánchez Prado: "La narrativa de Vicente Alfonso"

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