Alfredo Lèal: Circo y Otros Actos Mayores de Soledad



ESCRITA EN GRAN PARTE EN SEGUNDA PERSONA, LA NOVELA DE LÈAL DESTACA POR SU FLUIDEZ NARRATIVA ASÍ COMO POR LA VARIEDAD DE PERSONAJES QUE LA CONFORMAN

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Hoy por la mañana desperté con el malestar de siempre: extraño Buenos Aires. Extraño la palidez de su gente, las nubes, el cielo de Buenos Aires en invierno.
Esta vez no tengo mucho que contar: Ayer fue el cumpleaños de Mariana. Cumplió diez. Su padre sigue viniendo todos los fines de semana, se la lleva a comer, a alguna plaza comercial o al cine. Ella regresa siempre con un libro nuevo; a su habitación y no baja sino hasta una hora después, o para servirse un vaso de agua o para tirar a la basura empaque plástico del libro. Entonces su padre aprovecha despedirse de ella, toma su campera del respaldo del sillón, se va. Algunos domingos, sin embargo, se llega a quedar una hora o dos. Yo me veo obligada a servirle café, a aguantar sus partidos de futbol y su charla de política, o zurcirle una que otra camisa que por casualidad traía en la cajuela de su auto. Nunca hablamos de cosas serias. Casi ni hablamos, más bien. Él me mira con un cierto aire de nostalgia, pero ya no llega a perturbarme, aunque cuando se va siento como si se me nublara la mirada. Odio que su rostro sea tan blanco, que sus bromas sean tan porteñas. Me recuerdan mis años en el colegio antes de la dictadura, las veces que íbamos a la playa y mi tío Luis hacía bromas estúpidas. Lo odio por ser argentino igual que nosotras y, aunque sé que Mariana y yo dependemos de él, no me resigno a aguantarlo, a abrirle la silla, a preguntarle por su trabajo y alentarlo en sus proyectos que, en teoría, deberían beneficiarnos a mí y a Mariana. Mi deseo por nunca haberlo conocido es cada vez más grande. Desearía no ser su mujer ante Dios, nunca haber sido su esposa ante la gente. Hemos perdido tanto de lo que teníamos juntos que he llegado a pensar que nunca nos unió algo que no fuera Mariana. Me entristece, sin embargo, el saber que tenemos que compartirla. Mariana, sólo ese pretexto tenemos para no desaparecer mutuamente de nuestras vidas: Mariana. Y acaso esa suerte de respeto que ambos guardamos por ella. Cuanto más pienso, más ganas me dan de negarle que la vea, en un afán por impedir que ella crezca y sepa la clase hombre que es, pero no me atrevo. Negarle el salir con su padre sería negarle su realidad, ¿no crees? No quiero que eso pase. Por otra parte, me consuela ver que él no se atreve a negarle la literatura, los museos, los conciertos sinfónicos a los que lleva a Mariana los domingos (en los que él seguramente se duerme). Creo que no se atreve a alejarla de todo eso porque es lo único que ella tiene de mí. Los dos sabemos que Mari es igualita a él. Se parecen tanto; Mariana habla tan parecido a él que nadie duda cuando decimos que ella nació en Buenos Aires y nos la trajimos acá cuando niña. La gente, estúpida, ni siquiera se da cuenta que Mariana no es argentina ni habla como argentina. En fin, te decía que me duele que se parezca tanto a él, pero el otro día le compró el libro que me regalaste, el primer libro que leí: Cuentos de hadas japoneses, a veces me gustaría ir para allá para que conocieras a Mariana, tu nieta. Quisiera que platicaran, que vieras cómo, no sabiendo tanto, Mariana sigue hablando con ese instinto poético que tienen los niños, porque es una niña todavía. Le sigue dando vida a las cosas inanimadas, exalta sucesos hasta convertirlos en aventuras y no duda en mostrar los sentimientos que le despierta una paleta de hielo o salir a la calle cuando llueve.
El otro día caminábamos hacia abajo por la avenida principal acá en el pueblo y, antes de llegar a La Curva (la gente le llama así a un aglomerado de locales comerciales), vimos un hombre que venía caminando hacia nosotros. Un vendededor de globos, que Mariana reconoció por ser el mismo que vende afuera de su escuela. Distraída por los globos, Mariana disminuyó el paso a medida que el hombre se acercaba, maravillada por algo que yo no alcanzaba a entender: “Cuánto dinero tendrá ese señor?”, me preguntó. Yo iba a responder, pero ella se detuvo y tomó una piedra del suelo. "¿Te imaginas", dijo, "que yo tuviera un montón de piedras flotando?". "No lo había pensado; eso estaría bien", contesté. "No, imagínate cuánta gente se acercaría a comprármelas; si un hombre vive de vender globos, yo me haría multimillonaria ", dijo, aventando la piedra al tiempo que daba un leve saltito, riendo.
Me encanta su risa.
Me encanta que para ella todo pueda ser como en un cuento. Yo misma quisiera ser igual de inteligente que ella. Tan ingenua, dirías, pero, en serio, quisiera saber lo que ella. Sábete que a Mariana la gente de acá no le asquea, no le da náuseas el rostro sudado y grasiento de los hombres en el colectivo, ni los ríos de basura que, cuando llueve, bajan tapando a su paso las coladeras. Los mexicanos tienen algo en la mirada, una especie de repudio por ellos mismos (aunque debo admitir que los ancianos lo disimulan muy bien, o quizá lo hayan perdido con el paso de los años). Los jóvenes, por ejemplo, viven en un estado de ansiedad. Subir al colectivo es encerrarse en una vidriera. Ahora sé lo que siente un cocodrilo bebé cuando la gente se amontona en su torno para verle alzar la cabeza y entiendo que se quiera resguardarse; esquinándose entre las piedras de la vitrina para que los ojos vean lo menos posible de su cuerpo, porque eso es lo que yo hago cuando me subo al colectivo. Ha habido tipos que discretamente posan la mano sobre mi pierna cuando estoy sentada junto a ellos. Me repugna. Me quito la mano de encima, los miro a los ojos, les escupo la cara antes de levantarme, correr a la puerta trasera del colectivo y tocar el timbre como loca hasta que el conductor abre la puerta. A veces, desde afuera, se oyen las risas del hombre que me ha tocado la pierna con sus manos de albañil. Y Mariana, tranquila. Aunque últimamente noto que se pega mucho a mí, se aprieta de mis manos cuando por necesidad tenemos que usar el transporte público. Preferimos caminar por debajo de las banquetas, porque acá en el pueblo las banquetas están tapizadas de perros y basura, de charcos y lodo. Cuando son distancias muy largas las que debemos recorrer ella me pregunta por qué no nos vamos en micro (así le llaman acá al colectivo... ya le dije a Mariana que no me gusta que le diga así). Yo le digo que no lo hacemos porque entonces nos perderíamos los cambios de color del cielo y esos son diferentes todas los días, todo el día. Ella lo entiende y camina sin objeción, Nos gusta salir por las tardes a comprar helados. Precisamente ahora vamos a salir por lo que terminaré de contarte en otra ocasión.


Cuidate mucho y rezá por mí, que mucha falta me hace

Te ama, Valeria


Alfredo Lèal, Circo y otros actos mayores de soledad, Ediciones de Educación y Cultura,
Ciudad de México, 2010, págs 61-65

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